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Alquimia tras la piedra filosofal: el secreto de la transmutación de los metales



Y es, precisamente, de esta riqueza de la alquimia de la que deriva su importancia, no siempre reconocida, en la historia de la ciencia y el pensamiento humanos y su trascendencia misma como objeto de estudio, pues de cada una de las corrientes citadas nacería, al correr de los siglos, una rama de la ciencia o la filosofía modernas. La alquimia de los medicamentos, llamada también espagiria, terminaría por dar lugar a la química farmacéutica o iatroquímica. La alquimia de los metales se transformaría con el tiempo en química experimental. Y la alquimia espiritual alimentaría, de algún modo, el interés de toda una escuela psiquiátrica que, con el conocido médico y ensayista suizo del siglo XX, Carl Gustav Jung, fundador de la denominada Psicología Analítica, a la cabeza, se preocuparía por la existencia del inconsciente colectivo y la forma en que se manifiesta en los individuos entregados a las prácticas de esta índole.




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2. El trabajo del alquimista Ya sabemos, a grandes rasgos, en qué consistía la verdadera alquimia, pero ignoramos aún de qué modo se desarrollaba el trabajo de los alquimistas. Para descubrirlo, no tenemos más opción que traspasar las misteriosas puertas del laboratorio y desvelar las tareas en las que en él se afanaban día y noche sus propietarios. Su meta la hemos trazado ya: siempre el polvo de proyección o piedra filosofal; muchas veces, el oro potable o elixir de la vida, y en ocasiones incluso la creación de homúnculos, pero detrás de todo ello, y como auténtica finalidad de sus desvelos, el conocimiento absoluto sobre la verdadera naturaleza del mundo y el perfeccionamiento de sus propias almas mortales. Mas de qué forma trabajaban para alcanzar esta ambiciosa meta? En qué consistían las tareas de un verdadero alquimista? Para entenderlo, debemos primero recordar que, como decíamos más arriba, la alquimia no es solo una realidad práctica que empieza y termina en un conjunto coherente de técnicas experimentales, sino también una concepción omnicomprensiva del mundo, una cosmovisión o, como dirían los alemanes, una weltanschauung, una verdadera actitud ante la vida.


Respecto al horno, el alquimista solía valerse de un modelo especial conocido habitualmente por el nombre de atanor. El atanor no era sino un horno de forma cuadrada o rectangular cuyas paredes, de tres o cuatro centímetros de espesor, habían de construirse con ladrillos refractarios de arcilla o arena, capaces de resistir, sin agrietarse, altas temperaturas. Dicha estructura se comunicaba después mediante un tubo con una torre próxima destinada a contener el carbón que, al quemarse, transmitía el calor al horno. Una pequeña piedra de cristal, que había de servir para comprobar los cambios en el color de las sustancias a lo largo del proceso, completaba el atanor que debía ser construido por el propio alquimista siguiendo unas estrictas proporciones de arena, arcilla y cal, mezcladas con agua, para fabricar los ladrillos. En cualquier caso, sin un buen horno la tarea del adepto no era posible, de ahí que los tratados de alquimia le dediquen tanta atención.


Por último, la persecución de la Gran Obra exigía contar con los recipientes o vasos adecuados. Su forma podía ser muy diversa según la función para la que fueran destinados, y también lo eran sus nombres, a veces tan sonoros como la retorta, la cucúrbita, la redoma o el matraz. Pero dos de ellos destacaban sobre los demás reclamando el absoluto protagonismo en el laboratorio alquímico: el alambique y el huevo filosofal. Diseñado para destilar las sustancias, es decir, purificarlas, separando de ellas sus partes volátiles por medio del calor, el alambique tenía tres partes bien diferenciadas: la caldera, que servía para contener y calentar la sustancia que había que destilar; el capitel, que se colocaba sobre ella para dar salida al vapor por medio de un conducto de forma cónica, y el serpentín, conectado con el anterior y sumergido en un recipiente de agua fría, en el que ese vapor se condensaba, convirtiéndose de nuevo en líquido ya destilado y privado así de impurezas. Su forma, no obstante, varió mucho a lo largo del tiempo con el objetivo de adaptarla mejor a las peculiares operaciones que en él se practicaban. Así, el denominado tribikos, que recibía su nombre de las tres vías de escape con las que contaba, permitía realizar mejor una destilación fraccionada. Por el contrario, el conocido como pelícano, cuya denominación remitía a su evidente parecido con dicho animal, fue concebido específicamente para facilitar la cohobatio, que exigía sucesivas operaciones reiteradas de destilación y condensación. En cualquier caso, y a pesar de estar, como el resto de los vasos, hecho de vidrio para evitar la contaminación que los recipientes de metal pueden causar en su contenido, el alambique los supera a todos porque la operación a la que sirve, la destilación, es el trabajo alquímico por excelencia, ya que la alquimia no trata, en última instancia, sino de purificar al máximo las sustancias para extraer de ellas la materia primigenia, y es la destilación, repetida incluso miles de veces, la operación fundamental de ese proceso. Respecto al llamado huevo filosofal o vaso secreto, se trataba de una especie de retorta fabricada con un vidrio muy resistente, lo bastante para soportar las fuertes presiones que generaban en su interior, herméticamente cerrado, las altas temperaturas a las que se sometía, pero también transparente, pues el alquimista debía comprobar, a cada instante, que el color de la sustancia con la que operaba iba pasando del negro al blanco y luego al rojo, demostrando así que se producían en ella los cambios necesarios para el éxito de la Gran Obra. En cuanto a la forma, su explicación era más bien simbólica, pues su aspecto ovoide aludía al huevo cósmico del que había nacido el universo y cuya influencia astral se requería para llevar a término la ambiciosa tarea del alquimista.


1. Un vocablo de oscuras raíces Dicta la tradición que el estudio de una disciplina, sea o no histórico, comience por el análisis etimológico del vocablo del que nos servimos para denominarla. Sin embargo, la alquimia, como una mujer en exceso pudorosa, se muestra esquiva a nuestros deseos desde el momento mismo en el que tratamos de conocer su nombre, cuyos orígenes permanecen envueltos en el mismo halo de misterio que circunda todo cuanto se relaciona con el antiquísimo arte sagrado. Quizá por ello se echa de menos un mínimo consenso entre sus estudiosos a la hora de determinar su etimología. La mayoría, es cierto, aceptan sin mayor dificultad que la palabra es de origen árabe y procede del término al-kimia, del que proviene, asimismo, nuestro vocablo química. Pero los problemas comienzan cuando se trata de discernir en qué se basaron los musulmanes, que recibieron la alquimia, como sabemos, de la tradición greco-egipcia, para denominar así a la misteriosa disciplina que adoptarían, desde entonces, como una rama más, si no la más importante, del conocimiento de la naturaleza. Para muchos autores, kimia provendría directamente de kemt o kemet, que significa, literalmente, tierra negra, y es el nombre que los antiguos egipcios daban a su propio país para resaltar la fertilidad del oscuro terreno aluvial regado por el Nilo, frente a la total esterilidad del blanco desierto que lo rodeaba. De ser esto cierto, alquimia significaría, sin más, arte egipcio o, de forma más poética, el arte del país de la tierra negra. No obstante, esta interpretación, aunque resulta no solo atractiva, sino también plausible a la luz de nuestros conocimientos sobre el origen greco-egipcio de la alquimia musulmana, no contenta a todos los estudiosos. No falta entre ellos quien, recordando el papel fundamental que juega la leyenda en la tradición alquímica, prefiere remontar el origen de la palabra que la denomina al nombre de algún personaje legendario. Para unos ese personaje sería nada menos que Cam, hijo de Noé, superviviente del Diluvio Universal, a quien la tradición tenía por el primer artesano. Esta interpretación sería coherente con el significado de la palabra hebrea chaman, que puede traducirse por misterio, un rasgo sin duda inseparable de las prácticas alquímicas al correr de los siglos, e incluso con la del vocablo también hebreo kemes, que quiere decir sol, un astro de indiscutible protagonismo en las tareas de los adeptos al arte sacro. Para otros, sin embargo, el legendario fundador al que la alquimia debe su nombre sería más bien Caín, hijo de Adán y Eva y paradigma del hombre que se opone a los designios de Dios. Y aun hay quien, discrepando de los anteriores, sostiene que el arte sacro debe su nombre a Alchimus, un antiguo profeta judío, o, de acuerdo con otras versiones, un rey mitológico que, según se narra en algunos textos alquímicos del siglo XIII, habría traducido del hebreo al latín el cuerpo fundamental del arte sagrado en una fecha tan remota como indefinida. En otros casos, más atentos también a la leyenda que a la historia, el vocablo se hace derivar del nombre no de un personaje, sino de un libro. Así sucede, por ejemplo, con el alquimista Zósimo de Panópolis, quien, en el siglo IV de nuestra era, se mostraba convencido de que la palabra alquimia provenía de Chemia, el título del mítico tratado sobre el conocimiento secreto de la naturaleza que los ángeles caídos, de los que habla el Génesis, regalaron a las hijas de los hombres, quizá como agradecimiento por haber cedido, según cuenta el primer libro de la Biblia, a sus apetitos carnales. No falta, por último, quien defiende que la palabra posee su origen en la lengua griega o en otro idioma, en todo caso, distinto del egipcio. Alquimia provendría, para algunos de estos autores, de khemeia, vocablo griego derivado, a su vez, de khumus, que se usaba para denominar la savia o el jugo de las plantas, por lo que vendría a significar arte de extraer jugos. Si en lugar de una planta, la esencia o jugo extraído fuera el de un metal, la palabra khemeia podría también relacionarse con metalurgia, y en tal sentido parece apuntar otra posible etimología que hace derivar el vocablo que nos ocupa del verbo griego chyma, que significa precisamente fundir. Para otros, sin embargo, el vocablo remite, con toda claridad, al nombre de una cultura que habitaba las riberas del mar Negro varios milenios antes de nuestra era, la de los cimerios o cimbrios, a quienes, entre otros pueblos, cabe atribuir el descubrimiento de la metalurgia del hierro, un trabajo directamente relacionado con los orígenes de la alquimia. Sea como fuere, lo cierto es que no existe un consenso acerca de las raíces ciertas de la palabra. No debe sorprendernos. Los mismos alquimistas trataron siempre de ocultar, confundir o disfrazar la verdadera naturaleza de su arte, que quisieron mantener a salvo de la influencia, que ellos entendían corruptora, de cualquier individuo ajeno a su disciplina. Quizá por ello pudo la alquimia no solo sobrevivir, sino permanecer casi intacta durante milenios, proporcionando materia de trabajo a los estudiosos que a ella se acercan. Pero lo hizo al coste, eso sí, de imponerles una labor complejísima de descifrado e interpretación de unos documentos muchas veces escasos, y siempre abiertos a muy variadas y contradictorias interpretaciones. 2ff7e9595c


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